martes, 2 de diciembre de 2014

Y mis ojos?

Recientemente hice fotos para un artículo en el New York Times viajando por la frontera en la Carretera Internacional, donde de un lado del camino queda República Dominicana y al cruzar está Haití. Por la comunidad de Los Algodones hay una gallera del lado haitiano de la carretera. Los domingos, dominicanos y haitianos se juntan y lo más maravilloso es que en medio de gritos, picotazos, sangre y un público furioso alimentado de violencia, suceden dos cosas mágicas que raras veces suceden en RD: la xenofobia no existe y las mujeres son invisibles. Ahí adentro no importa quién es dominicano o haitiano, ni si yo soy la única mujer entre 75 hombres. Bueno, al menos hasta que uno de los gallos caiga y el mundo regrese a su normalidad.

Cuando termina la pelea los dueños agarran sus gallos y salen. Otros hombres siguen discutiendo pero los gritos van disminuyendo poco a poco. Todos empiezan a salir de la gallera y la tranquilidad más o menos regresa, y con ella el comportamiento "normal." Me explico: El mundo parece pararse mientras esos dos gallos se atacan y el círculo dentro de la gallera es casi una burbuja de tiempo. Al morir un gallo la burbuja explota, la furia baja, y el hombre dominicano vuelve a identificar la presencia de una mujer en el grupo. Perdón por generalizar, pero he vivido casi toda mi vida en RD, y el acoso masculino puede llegar a ser insoportable. Por eso entenderán mi alegría al ver que me ignoraban. Cuando tenía la cámara a los ojos, me enfocaba sólo en hacer mi trabajo e ignoraba la sangre que se estaba derramando y hacia la cual se dirigía toda la atención. Mientras tanto, los hombres me ignoraban a mí. Lo que más quiere una fotoperiodista es llegar a ser invisible, y de igual manera lo que más quiero a veces como mujer en este país es ser invisible también.
Entre una pelea y otra me quedé documentando a los que se quedaban dentro de la gallera. Me llamó la atención un hombre que tenía unos brillantes en los dientes y le pedí para hacerle un retrato. Un hombre de ojos verdes se me acercó celoso a preguntarme por qué a él yo no le hacía fotos. "No es a él, es a sus dientes que le estoy haciendo la foto," le expliqué. A lo cual me respondió, "Y a mis ojos?" En ese mismo momento se acercó otro tipo, se quitó su gorra y me reveló un cabello con unos rizos particulares y me reclamó, "Y a mi pelo?" Se me salió una carcajada. Por más que moleste por lo general, hay veces que una no puede evitar reírse.

- Ya. Pónganse ahí lo' tre' junto' pa' hacerle' una foto!

domingo, 31 de agosto de 2014

Autorretratos. 2 de 2.

Ya el jueves se inaugura la exposición "No Soy la que Soy." Aquí está la invitación. Espero verlos por allá!

El curador me prohibió subir más fotos de la exposición pero yo les sigo contando un poco más del "behind the scenes" de varias fotos como hice en la entrada pasada.


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La Paletera

A Susie la conocí hace unos meses. Es la paletera de la construcción que está frente a mi apartamento. Cada vez que salía del parqueo de mi edificio, la veía ahí, rodeada de obreros, sonreída, con unas trencitas. Las trencitas. Por ellas tuvimos nuestra primera conversación. Siempre que la veía pensaba, Un día le voy a pedir que me peine así. Y un día de abril al fin me acerqué. Entre mis pocas palabras en kreyol y sus pocas palabras en español, le pregunté cuánto me cobraría por llenarme el pelo de trenzas. “Lo qué tú quiera,” me respondió. Me puso un block como banquito y un cuaderno como cojín, y durante dos horas Susie me peinó ahí sentada. En verdad el resultado creo que me hacía parecer más turista gringa en Punta Cana que una haitiana, pero me gustó. A partir de ese día, cada vez que salía del edificio en mi carro, Susie me buscaba con la mirada a través del cristal y me saludaba.

Un día un amigo necesitaba una haitiana para un foto de una campaña publicitaria, y me preguntó si conocía alguna. Le hablé de Susie. Le hice una foto con el celular y se la mandé a mi amigo.

La eligieron y se la llevaron un día completo para la sesión. Al día siguiente crucé la calle para preguntarle cómo le había ido y feliz me contó todo lo que la pusieron a hacer y lo mucho que le pagaron. Al otro día fue la sorpresa. Me tocan el intercom y me dicen desde el lobby, “Tatiana, Susie te está buscando.” Cuando bajé ella se acercó a mí con una bolsa plástica como de supermercado. Adentro habían unos jeans y un reloj. “Para ti,” me dijo. Ella sentía que tenía que agradecerme por la  picota  y yo no sabía cómo agradecerle a ella el gesto de hacerme ese regalo. No me salía ni una palabra.

Cuando comencé a hacer la serie de autorretratos, me dije que tenía que hacer uno como paletera, que yo tenía que ser Susie por un día. Me puse el pantalón que ella me regaló y una blusa que tenía en mi gaveta y crucé a explicarle lo que quería hacer. Le pedí sus tenis y le di mis chancletas; le pedí su mariconera y me la pasó con todo el dinero adentro y con la mascota donde ella anota los obreros que le cogen fiao. Me obligó a venderles de verdad. Hice varias pruebas pero todavía no parecía paletera. Le pedí que cambiara su blusa con la mía. Dijo que sí sin pensarlo. Cruzamos a mi torre y en el bañito de abajo nos cambiamos de ropa. Ya poco a poco me he ido acostumbrando, pero todavía no me deja de sorprender lo fácil que es para la gente de otras culturas desnudarse frente a alguien que casi ni conoce. Susie se quitó la blusa y no tenía sostén. Me seguía hablando normal, contándome que tenía una hija en Puerto Príncipe y preguntándome sonreída si yo tenía hijos también. Le dije que no con un poco de miedo a decepcionarla y volvimos a salir a la calle. Por último le pedí prestados sus audífonos para sentarme como si estuviera escuchando música al lado de la paletera, como ella siempre hace. Poco a poco intenté meterme en el personaje. De pronto me di cuenta que nunca había visto mi edificio desde ese lado de la calle. Se veía distinto desde ese banquito, sentada al lado del basurero. El edificio se veía más limpio. Veía carros y yipetas salir del parqueo y cruzarme. Se sentían lejos, como inalcanzables.

La vendedora en el semáforo

Para lograr esto sabía que tenía que ir ya vestida a la intersección porque en el medio de la calle iba a ser difícil cambiarme de ropa con alguien. Duré varios días analizando cada vendedora que me cruzaba por la calle, para ver cuál de mis ropas podía combinar para la foto. Por lo menos lo básico me podía poner, y una vez en el semáforo podía tomar algunas cositas prestadas: una gorra y una toalla para la cabeza, y también lo que sea que yo fuera a vender.
"Y tú te vas a poner la gorra de ese tipo que tú no conoces?" era la preocupación de mi amigo fotógrafo que me acompañó a hacer esta foto. Necesitaba una persona para ésta porque no podía dejar la cámara en un trípode en el medio del caos de la Avenida 27. Me acerqué a un vendedor de frutas.

-       A cuánto son esa?

-       Guayaba. A 3 por 150 y 4 por 200.

-       Dame esa 3. Pero mira, yo necesito un favor. Prétame el racimo entero y esa toalla y tu gorra por 10 minuto pa tirame una foto como si yo fuera tú.

-       Ah, tá bien.

Sencillo. Esa fue la parte más fácil, la que la gente cree que es la más difícil. Pedirle cosas prestadas a un extraño es lo de menos. Lo que seguía era que no me atropellaran. De verdad puedo decir que desde ese día le tengo un respeto mayor a toda persona que se para bajo el sol caribeño a vender algo cada vez que el semáforo cambia a rojo.

Intentamos la foto varias veces y no salía bien. También intenté vender las frutas que tenía en la mano pero la gente me ignoraba. Estúpidos. Lo mismo que hago yo cuando ando en mi carro de ni siquiera hacer contacto visual con nadie que se acerque a mi ventana. Así me trataban todos. La luz volvía a cambiar a verde, y yo salía corriendo para la calzada. Yo no lo estaba haciendo muy bien. Y también creo que estaba agarrando las guayabas mal porque al cabo de 3 minutos ya me dolían las muñecas por el peso. Mi amigo fotógrafo se burlaba de mí y yo le decía, “Ven cárgala tú pa’ que tú vea si pesa!”

Un vendedor de tarjetas de llamada me acogió. Me explicó mejor la rutina del vendedor de semáforo. Básicamente cuando se pone verde hay que correr hacia el lado que la calzada que quede más cerca, ya sea izquierda o derecha, y por la acera ir caminando acercándose al semáforo que sería la línea de partida. En sus marcas listos, fuera. Cuando vuelve el rojo, el mar de vendedores entonces navega por la calle alejándose del semáforo, carro por carro, hasta que se ponga verde nuevamente. El vendedor de tarjetas me buscaba cada vez que finalizaba la carrera y casi me abrazaba mientras me encaminaba hacia la esquina a esperar que se pusiera rojo otra vez. Me fue saliendo mejor. Y también tuve suerte que un hombre en una yipeta me compró unas guayabas. Pero me las regateó. No importa, se las vendí como quiera. Le llevé el dinero y los limoncillos que no vendí a su dueño original, volví a mi carro y me fui a la casa, esta vez sonriendo y siendo cordial con los vendedores que me topaba en el camino, respondiendo con un, “No, gracias,” en lugar de evitarlos con la mirada.
Foto por Ricardo Piantini Hazoury.

jueves, 31 de julio de 2014

Autorretratos. 1 de 2.

"Me presento: No soy la que soy; soy la innombrada con identidades prestadas (...) he encarnado identidades con nombres diferentes. He vivido a través de ellas, con ellas, a pesar de ellas; yo era ellas. Las dejaría contarse, o más bien ponerse en escena. Yo no intervendría más que entre las páginas, entre líneas." -- Chadortt Djavann
Hace unos años empecé una serie fotográfica de autorretratos donde, tomando ropa prestada, me convertía en otra mujer por un ratito. Empezó como pura entretención, estando en algún lugar que no frecuentaría usualmente, compartiendo con algunas mujeres con las que no compartiría usualmente... de pronto no tendría más nada que hacer o que decir y me ponía a observar a cada una. Qué me hace diferente a ellas? me preguntaría. "Préstame tu ropa. Quiero ser tú."Me vestía, observaba el lenguaje corporal de la gente a mi al rededor, intentaba asumirlo yo también y me reincorporaba al grupo. Hacía la foto.


Por lo general causa risas al principio. Reímos todas en el proceso de vestirme. Creo que yo me siento más extraña que las demás al estar vestida de una forma tan diferente a la mía, mientras que el resto del grupo por lo general lo que me dice es "deberías vestirte así más a menudo." Y es que, claro, con mi ropa original la extraña en los grupos soy yo. 

Pero de repente mi ropa pasa a un segundo plano. Yo empiezo a sentirme diferente y la gente que no me conoce me ve diferente también, y lo percibo. Entonces la pregunta es: Cómo puede una ropa y un contexto nuevo cambiar tanto en mí y en la percepción de otros de quién yo soy realmente? Y estoy hablando de transformaciones sencillas: Sigue siendo mi cara, con poca variación en maquillaje; sigue siendo mi pelo, con alguna variación en el peinado; sigue siendo mi cuerpo, con alguna postura diferente y quizás colocado en un lugar donde una "rubia" no se sentaría. Entonces por qué cambia tanto?

En verano he estado retomando la serie (que todavía no tiene nombre) y haciendo más fotos hasta llegar a unas 20. En septiembre habrá una expo es Santo Domingo (les avisaré cuándo y dónde). Pero mientras tanto, les cuento de mis experiencias en el proceso de hacer algunas de las fotografías y les doy más ganas de visitar la exposición más adelante! Por ejemplo:

La Nana y la Jefa

Trabajando en el documental sobre nanas en el último año y medio  he logrado aprender más sobre la vida de las mujeres que estoy documentando, e incluso podía llegar a decir que me había puesto en sus zapatos cuando viajaba con ellas en guagua hasta sus campos, cuando dormía en la misma cama que ellas... Pero en verdad cuando me hice un autorretrato vestida como nana trabajando en un cumpleaños en mayo, le agregó al sentimiento completo de no sólo "cómo vivo yo" sino también "cómo me ven los otros a mí." 

Una amiga le iba a celebrar el cumpleaños a su niño en el área común de su edificio. Cuadré con ella para que durante la fiesta yo pudiera subir a su apartamento y hacer un cambio de vestuario para mis transformaciones: de Tatiana --> a nana --> a jefa de nana.

Llegúe a la fiesta con mi ropa normal, saludé a mis amigas y socialicé un poco (no mucho porque ya estaba perdiendo la luz del Sol). Ubiqué a la nana cerca de la piscina. Subimos juntas por el ascensor de servicio, entramos por el área de lavado al apartamento y por ahí hasta su habitación. Me vestí de nana primero porque para vestirme de jefa iba a implicar algo de maquillaje. Volvimos a bajar a la fiesta. Andaba pensando que me iba a mirar raro la gente, como "qué hace ella vestida así, si la acabo de ver con otra ropa." Cómo fue en la realidad? Nadie me miró. Habiendo asistido a tantas fiestas de cumpleaños de los hijos de mis amigas en los últimos 10 años, había caído en cuenta que a veces las nanas eran parte natural del paisaje de estas fiestas, casi como las vejigas o la máquina de pop corn. Que eran casi invisibles y así me sentía yo. Me senté en los escalones junto a todas las otras nanas, comiendo pop corn. Andar con ese uniforme y de repente abrir un trípode y manejar una cámara fue lo que hizo que yo resaltara.


Se me acercaron varias madres después, luego de que alguna amiga mía se había encargado de explicarles qué era lo que estaba pasando. Los comentarios:

MADRE CASADA: - Yo me quedé mirándote y pensaba: Y esa nana? Yo no la meto en mi casa ni loca. Demasiado bonita.
MADRE SOLTERA: - Yo no tengo marido, así que lo que vi fue : Oh! Y tira foto'? La quiero pa' mí!

Listo. Ahora para la segunda parte. Volví al ascensor de servicio, que dura una eternidad para bajar. En la espera se acercó otra nana. Se había cogido algunos de los pastelitos del cumpleaños y le ofreció uno a la nana que me acompañaba. "Y toma, dale uno a ella también." Me sentí bien. Como que en verdad logré transformarme y me trataban como igual.

Arriba en el piso 11, en el walk-in closet de mi amiga había mucho de dónde escoger. Cogí algo rápido, unos tacos que me quedaban grandes, unos aretes grandes también y la cartera Louis Vuitton. Diez minutos en los zapatos de ella y ya tenía un callo que me dolió por varios días. Para ser mamá necesitaba un niño modelo. Le pedí a mis amigas que me prestaran los suyos y estaban de acuerdo. Los que no estaban de acuerdo eran los niños. Y es que mi instinto maternal no está muy desarrollado y no sé bien cómo manejar a los muchachos. Decirles que vinieran y sonreír no estaba funcionando. No tenían razón de quedarse al lado de una casi extraña que no andaba ni con juguete ni comida. La hija de una amiga duró unos segundos antes de empezar a llorar. 

LA VERDADERA MAMA: - Tú no quería' hacer papel de mamá? Coge ahí! Logra que la carajita deje de llorar!
YO: Yo no sé lo que le pasa!! No para! No me hace caso!

Fracaso. Lo de mamá no se me dio muy bien. Al final pude hacer la foto con la hija de otra amiga, que mientras estuviera comiendo pop corn se sentaba tranquila al lado de cualquiera. 


En la próxima entrada: La paletera y La vendedora en el semáforo.

 

lunes, 30 de junio de 2014

A ROQUE


A Roque se le puede ver diariamente en El Conde, bebiendo café y fumando. La Cafetera ha sido uno de sus lugares preferidos, desde hace más de 50 años. En primer plano está “King Conde” o el Rey del Conde, quien camina por la calle con un vaso improvisado de ron todas las mañanas.

(Zona Colonial de Santo Domingo, RD, 2009)
 
La primera vez que alguien se acerca a Roque Félix lo primero que hace es pedirle una foto. Con razón él se considera el hombre más fotografiado del Conde, y puede que esté en lo cierto. Y es que en el ambiente casual de la Zona, sus bigotes y su ropa impecable llaman la atención. Luego de la fotografía la persona puede que entable una conversación con él. Ya ahí de cerca notaría las manchas de café y rastros de quemadas de cigarrillo en su camisa, y se enteraría de que Roque mismo la confeccionó veinte años atrás cuando trabajaba junto a su hermano en su sastrería de la Arzobispo Portes. El le hablaría sobre chacabanas, le contaría de su origen Palestino, de Trujillo, de su participación en la Guerra de Abril, y de la vez cuando en Nueva York la gente confundió a Roque Félix con un Rockefeller.
Jennifer, 25, hija de Roque, a veces recoge a su papá en El Conde para acompañarlo a la casa.
Pero quien logra hablar con él más de una vez logra pasar más allá del primer discurso repetido. Roque tiene más de 50 años yendo a la misma cafetería. “Desde que viene aquí tempranito hay que ponerle su café, y un cenicero porque fuma mucho. Lo de Roque na´má es eso como quien dice: mucho café y cigarrillos!” cuenta Franklin, empleado de La Cafetera. Los empleados y los clientes usuales lo conocen mejor: saben que tiene una esposa, Josefina, casi 30 años menor que él; saben que tiene cinco hijos y que tres aún viven en casa: Jennifer, Ismael y Habrán; saben que Jennifer, 25, es muy atractiva y que cuando busca a su papá en La Cafetera todos los hombres la persiguen con los ojos; saben que Ismael, 18, tiene el pelo muy largo y la sonrisa muy grande; saben que Habrán tiene 13 años y síndrome de down, por lo que Josefina pasa todo el día con él. 
Habrán, 13, es el hijo menor de Roque.
También saben que Roque, 82, pasa gran parte de su día con su hermano menor, Antonio, 67. Lo habrán oído mencionar, aunque nunca lo habrán visto porque hace años que no sale de su apartamento. Vive en una segunda planta, en el mismo edificio que la familia de Roque.
“Yo prácticamente vivo aquí. La familia está abajo. Yo bajo a veces, de vez en cuando. Hay días que no bajo,” explica Roque.
Antonio (cariñosamente “Sueta”) está en silla de ruedas luego de un accidente que le fracturó la columna 26 años atrás. Cuando Antonio se divorció de su esposa, y debido a su condición delicada, Roque se mudó con él para cuidarlo, dejando a su esposa e hijos en el primer piso. “Yo prácticamente vivo aquí. La familia está abajo. Yo bajo a veces, de vez en cuando. Hay días que no bajo,” explica Roque. 
Antonio disfruta mirarse en el espejo mientras come. Roque usualmente está a cargo de cocinar para ambos tres veces al día.
Por las mañanas, prepara el desayuno a su hermano y lo pasa de la cama a la silla de ruedas. Antes de salir a La Cafetera a las 11, lo acuesta otra vez. Estar mucho tiempo sentado le provoca llagas, por lo que Antonio intenta cambiar de posición varias veces al día. Roque acerca la silla a la cama y sube los pies de Sueta al borde del colchón. Apretando los brazos de la silla con sus manos, Antonio se empuja hacia arriba y se impulsa hacia adelante mientras Roque, parado paciente y con su espalda encorvada, le hala por las piernas hasta hacerlo caer sobre la cama. Lo acomoda, le trata las llagas y le deja un vaso de agua y el teléfono cerca antes de irse.
“Lo estoy haciendo con mucho amor, mucho amor, porque no puedo vivir sin él, ni él sin mí.” dice Roque sobre cuidar a su hermano.
Antes de salir al Conde, Roque se asegura de dejar un vaso de agua y el teléfono cerca de la cama de Antonio.
Camina por la Sánchez y el Conde, respondiendo a cada saludo por la calle de gente que le grita, “Don Roque!” mientras sigue andando. A veces ni gira la cabeza, de todas formas no ve bien de lejos y no sabría de dónde viene la voz que lo saluda. Pero aún así levanta la mano derecha (en la izquierda tiene su cigarrillo), y responde sonreído con un enfático, “Ey! Cómo ‘tamo?” Se detiene en varios banquitos a lo largo del Conde, donde amigos lo llaman para un juego de ajedrez.
Regresa un par de horas más tarde a la casa a preparar la comida. Josefina a veces lo ayuda, aunque en ocasiones ni se ven.
Roque y Josefina se conocieron en la Zona Colonial. “Yo la vi una noche con una amiga en el Conde y me gustó y la invité a tomarme una cerveza y una cosa. Nos hicimos amigos. Me enamoré de ella. Yo tenía como 45 años y ella 17,” cuenta Roque. “Ella siendo una mujer tan joven yo diría que yo le caí bien. Yo no le disgustaba,” dice. Tiempo más tarde se casaron y sus cinco hijos nacieron en este mismo apartamento de la calle Sánchez. Hoy, la dinámica en el edificio ha cambiado.
Por las noches, Roque ahora duerme  con su hermano. Al acostarlo, se sienta un rato en una silla a ver televisión en la sala que quedó casi vacía con la partida de la ex-esposa de Sueta. A la mañana siguiente, Roque comieza la misma rutina de manera natural. “Lo estoy haciendo con mucho amor, mucho amor, porque no puedo vivir sin él, ni él sin mí.”
Cuidar de Antonio resulta exhaustivo para Roque. En ocasiones se queda dormido a mitad del día.
Antonio murió en el 2009. Roque regresó a vivir con su esposa e hijos. Sufrió una caída y estuvo en silla de ruedas también, hasta su muerte recientemente en mayo 2014. 
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Muchas veces me preguntan cómo la gente me deja entrar a sus casas para fotografiarlos, sin conocerme. También me preguntan cómo hago para que no me afecten emocionalmente las historias que retrato. En verdad no tengo una respuesta para ninguna de esas preguntas. Las cosas simplemente pasan de manera natural, y uno se termina involucrando más con unas historias que con otras. La de Roque fue la primera historia documental que he trabajado, y ciertamente una de las más especiales. Me mudé unas semanas a la zona colonial en el 2009 para estar más cerca de él. A veces pasaba todo el día con él y su hermano, aunque no estuviera pasando nada. Otras veces sólo nos veíamos un momentito mientras se bebía su café. El hecho de ser ambos descendientes de inmigrantes árabes hizo que yo le simpatizara más rápido. El cariño fue mutuo y se desarrolló rápido. Con su familia completa también me llevaba bien, y aún años más tarde cuando pasaba a saludarlo nos despedíamos con un "te quiero mucho."
Poco después de salir publicadas algunas de estas fotos en el periódico, hace cinco años, recuerdo el momento en que recibí la llamada de una sobrina suya para avisarme que Antonio había fallecido. También recuerdo que cinco semanas más tarde recibí otra llamada, esta vez del extranjero:

- Tatiana, te habla Miriam, la hermana de Roque desde Toronto. Hace días te quería llamar para felicitarte por el reportaje. Luego murió Antonio y no tenía ganas de hablar. Te estoy llamando porque viendo la foto de Roque y su hermano que salió en el periódico escribí unos versos, como en rima. Si quieres te los leo.

A la Honorable y distinguida joven fotógrafa
TATIANA FERNANDEZ
Con relación a  la foto de mis hermanos Don Roque y Jesús Antonio Felix Mufdi Abudeyes, tomada por ella

Tú penetraste en su mente
tú descubriste su miedo
su sufrimiento, su lucha
por salvar su hermano enfermo.

También su profunda pena
del desválido impotente
el que no puede hacer nada
el que casi ya no duerme
pues teme perder al hijo
so apareciera la muerte
liberadora de angustias
realidad de ser viviente

A Tatiana

La nobleza escondida
la hiciste relucir
obedeciendo los sentimientos
hermanos de tu alma
que brotan de las raíces
de quienes te procrearon

Tatiana

No retratastes la opulencia
la arrogancia, ni el poder
retrataste la nobleza
encarnada en el amor
del anciano casi ciego
del que con amor y desvelo
pasa el tiempo con su hermano
dando amor, dando aliento
con la fuerza que proviene
seguro del mismo cielo

Mriam F- Mufdi d'Audibert G,
Toronto,Ontario, Canada

De más está decir que cuando Miriam terminó de leerme esto las lágrimas ya se me salían del otro lado del teléfono.

Un día del mes pasado, recibí mensajes por Facebook, casi simultáneos, de tres personas diferentes que sabían de mi relación con Roque. Todos decían algo como "Tatiana, ando por la zona colonial y la gente está diciendo que Roque murió esta mañana." No lo creía hasta que logré hablar con su hija. Y las lágrimas se me salían otra vez. Sabía que a su edad podía pasar en cualquier momento. Pero todavía no lo creía; no imaginaba el Conde sin él. Esa noche pasé por la funeraria donde su esposa, hijos y hermanas me abrazaron como a otro familiar más. Aún habiendo pasado cinco años de ello, me presentaban a otros amigos y miembros de la familia como "la que hizo el reportaje de Roque y Antonio."

Me resulta casi mágico ver lo mucho que un reportaje fotográfico puede afectar a los personajes, a la familia de los personajes y a mí como fotógrafa. Los vínculos que se crean entre fotógrafa y sujetos (personas que hasta hace unos días eran extraños) para mí no tiene precio. No cambiaría mi trabajo por nada.

viernes, 23 de mayo de 2014

TORNADO

Sarah, 28, se agarra al sentir dolor en la cabeza mientras descansa en su hogar en Joplin, Mo. en noviembre de 2011. Seis meses después del devastador tornado del 22 de mayo, Sarah sigue con dolores por causa del golpe que recibió en la cabeza cuando el restaurante en el que trabajaba quedó destrozado. 'Estoy preocupada. Qué me pasa acá arriba? Por qué tengo chichones nuevos y me duelen?' dijo

(Al cumplirse 3 años del desastre, publico esta traducción de un reportaje que hice en noviembre de 2011, es decir seis meses después del tornado.)

Cuando el equipo de rescate encontró a Sarah, una mesera de 28 años, estaba tirada en el piso luego de recibir un fuerte golpe en la cabeza. El restaurante en el que trabajaba había quedado completamente destrozado. Víctima del tornado que arrasó en Joplin, Missouri el 22 de mayo de 2011, un helicóptero la llevó al Washington Regional Medical Center en Fayetteville, Arkansas donde los doctores le dieron puntos en la cabeza y pasó una semana en la unidad de cuidados intensivos. "Gritaba 'Jesús! Jesús!' Y luego algo me golpeó," recuerda Sarah. Por ser indocumentada, su nombre real no lo comparto. A pesar de haber llegado a los Estados Unidos hace 18 años con su madre, todavía corre el riesgo de ser deportada.

Para las personas viviendo en EEUU sin documentos, la tormenta de Joplin ha creado una serie nueva de problemas e incrementaron la ansiedad de poder ser encontrados. Sin la posibilidad de buscar ayuda del gobierno, terminan en el limbo, dependiendo de la compasión de instituciones religiosas y personas de la comunidad. Pero muchas veces no es suficiente para todas sus necesidades.

Al preguntarle qué perdió en el tornado, Sarah se ríe y responde, "Mi cerebro!" El golpe que recibió agravó sus problemas pre-existentes, incluyendo su condición bipolar y desorden de personalidad borderline. Además de su deterioro físico y psicológico, también perdió el sentido del olfato.

A pesar de que el impacto físico de trabajar le pudiera causar a Sarah daños adicionales a su cerebro, está aplicando para un nuevo empleo. "Seré mesera otra vez. Creo que estoy lista," dijo. "Tendré que tomarlo suave y empezar con pocos días a la semana; me duele mucho el cerebro, y eso me frenaría. No quiero ser una carga para el restaurante pero mis compañeros de trabajo tendrían que cuidarme cuando esté como que, 'Hey, no puedo trabajar ahora mismo,' ellos tendrían que hacerse cargo de mis mesas o no sé. Y no es fácil para un negocio contratar a una persona que necesita como una niñera, sabes? Yo no era ese tipo de empleada," dijo.

Sarah está en el proceso de solicitar de su antiguo empleador compensación del trabajador para ayudar a pagar facturas médicas pendientes y futuras visitas al neurólogo que no ha podido ver. El problema está en que usó un apellido falso en sus documentos, uno que no concuerda con el que aparece en las facturas del hospital.

Sarah buscó ayuda de la Federal Emergency Management Agency (FEMA) pero el gobierno sólo provee ayuda a ciudadanos americanos. Ahora, seis meses más tarde, vive de contribuciones de sus amigos y de un dinero que recibió de la Iglesia para pagar medicinas y gastos.

En la última semana de octubre, Sarah fue ingresada al Joplin's Freeman Hospital luego de sufrir un ataque de nervios. Tenía una consulta de seguimiento pautada para noviembre, pero no la podían tratar al menos que tuviera un número de seguridad social. "Es horrible ser un inmigrante! Lo odio!" dijo frustrada. "Se supone que vaya a ver al neurólogo y no puedo. Tengo todo este dolor y no sé qué significa. Sólo un neurólogo me puede decir. Así que me auto-medico y fumo marihuana."

Incapaz de cuidar de sus propios hijos, terminó teniendo que repartirlos. Su hijo de 13 años fue a vivir con su mejor amiga en Joplin. Pero sus dos hijas, de 3 y 6 años, terminaron con su papá en Indiana. El papá es ciudadano americano y fue pareja de Sarah durante 9 años, pero terminó en prisión poco después del tornado cuando abusó de Sarah en una disputa doméstica. Ya había embarazado a otra mujer, así que cuando lo soltaron Sarah dejó que se llevara a las niñas para que conocieran a su nueva hermanita que iba a nacer en diciembre. "Amo a mis hijas, sí, pero no estoy lista para ellas ahora mismo," Sarah dice casi seis meses después del incidente.

Considerando las discapacidades de Sarah en este momento, la difícil decisión de separarse de sus hijas parece tener sentido. Experimenta flashes repentinos y esporádicos de dolor punzante en la cabeza a lo largo del día, y uno de los doctores le dijo que incluso con reposo la recuperación puede tomarse de seis meses a un año.

"Tuve que aprender a bañarme otra vez, tuve que aprender a cocinar otra vez, y lo hacía todo muy despacio," dijo. "Llevar a los niños al parque o conducirlos a algún lugar también eran hazañas difíciles." Sarah quisiera reunirse con sus hijos, pero no sabe cuándo va a estar sana otra vez. "Cuando me sienta normal y cuerda de nuevo," dijo. "Cuando no tenga este dolor que me causa llanto. Cuando no me vean así. Así que falta un tiempo todavía."

Editado por Michael J. Grinfeld.