martes, 31 de diciembre de 2013

ROAD TRIP. PRIMERA PARTE.


Hace unos días recibí la gran noticia de que gané el concurso de FONPROCINE y ahora tendré fondos para convertir mi tesis de maestría en un documental de 70 minutos! Hace un año comencé la investigación para mi tesis e hice los primeros contactos. Para eso, fui desde Columbia, Missouri hasta Miami, Florida a conocer a mi primer sujeto. Lo que sería mi gran proyecto del 2014 comenzó con un road trip durante la semana de Acción de Gracias de 2012. Hice un video documentando ese viaje:
(El video está en inglés.)
Pero hubo cosas que dejé fuera de la edición final, cosas que voy a contar aquí.
El viaje tenía un doble propósito: reunirme con mi familia para el almuerzo de Thanksgiving, y empezar la investigación para mi proyecto. La idea era conocer a mi primer sujeto e intentar buscar otros más. Tenía una persona contactada por teléfono ya, y estaba lista para ir a verla en persona. En enero de 2013 iba a mudarme a Miami por un cuatrimestre a trabajar en esto y quería dejarlo todo encaminado.
Llegar hasta Florida me tomaría 22 horas. El año anterior, con dos amigos, lo hicimos en dos días de viaje “pisao.” Esta vez, como iba sola la mitad del tiempo, decidí no manejar más de 6 horas al día, y aprovechar para parar en ciudades que no conocía. Bueno, ciudades que no conocía pero en las que también tuviera algún amigo que me prestara un sofá en la noche. Bueno, amigo o hasta la hermana desconocida de un amigo conocido. Eso bastaba, mientras fuera gratis y quedara más o menos de camino.
El primer día empezó bien. Convencí a unas amigas de ir a desayunar pie conmigo en una ciudad a una hora y media de Columbia. (Para los que están juzgando, es un desayuno completo: tiene harina, tiene huevo, tiene lácteo, tiene fruta...) De ahí yo seguiría en mi carrito rojo hacia el sur, y mis amigas manejarían los 90 minutos de vuelta al punto de partida. Nunca había probado esos pies, pero los había oído mencionar como algo maravilloso. 
La parte que no sale en el video es que cuando mis amigas se fueron del local, me quedé conversando con la dueña, Mickey. Me ofreció enseñarme el lugar donde se hacía la magia: la fábrica de pies, a unas cuantas cuadras de donde estábamos. Se me iluminaron los ojos. Una habitación llena de dulces... un sueño! Dejé mi carro en el parqueo y subí al suyo ciegamente. Al llegar vimos neveras llenas de pies congelados, filas y filas de fresas, mantequilla de maní, chocolate... Mis ojos seguían brillosos. Mickey me regresó a mi carro poco después y nos despedimos. Ya le había contado de mi plan de llegar hasta Miami.
-       Maneja con cuidado! No hables con extraños!
-       [Me río] Como tú?
Con la mera promesa de un cuarto lleno de pies me había montado en el carro de una extraña, más rápido que una niña chantajeada por un pedófilo en una van llena de dulces. Y ahora la misma extraña me estaba dando consejos de seguridad.
Pero, desafortunadamente hay que depositar confianza en desconocidos de vez en cuando. Como Richard: el hombre que me auxilió a cambiar la goma cuando me quedé entre Missouri y Tennessee. Llamé a mi seguro por teléfono, pero mi plan no cubría asistencia en carretera. Me dieron el número de varias compañías que quedaban cerca de donde se me había dañado la goma. El primer tipo que llamé me dice que estaba fuera de la ciudad, en Florida. “Ah, qué ironía. Para allá se supone que vaya yo también, pero aquí estoy, quedada,” le conté. Me dio el número de Richard.
Viviendo en Missouri me sentía mucho más segura que en República Dominicana. Si me hubiese pasado en una carretera dominicana no me hubiese quedado tan tranquila. Bueno, tranquila dentro de lo que cabe. Cada vez que pasaba un camión “briseao” por la carretera y temblaba el carro conmigo adentro esperando ayuda, no me sentía totalmente tranquila. Pero al llegar Richard me alegré de que no me tocara un loco en medio de una carretera oscura. Mi mamá me llamó en el interín para saber si ya había llegado a Memphis. Nunca le mencioné nada de la goma. “Ehm, no todavía, está todo bien, como dos horas más,” le contesté para no preocuparla. (En verdad nunca se enteró de nada hasta que vio el video semanas después y me llamó preocupadísima aunque ya hacía tiempo que estaba a salvo en casa.)
Ese fue uno de los días más largos que me han tocado. Comenzó temprano y con la sensación de que era uno de los días más felices de mi vida: sola en un carro, cantando, con un lindo paisaje de otoño, un cremoso pie de chocolate... Luego de varias horas manejando, una goma perforada por un tornillo, una hora quedada al lado de una carretera, y dos horas más de viaje... el cansancio fue mayor que la felicidad. Pero sorprendentemente todavía tenía pilas para seguir. Me faltaban 3 días más.
(Continuará)

lunes, 25 de noviembre de 2013

Y si me tocas, qué pasa?

En esta fecha, dos años atrás, estaba viviendo en Missouri, sola, y con mucho frío. Este es un recuento de mi intento de lidiar con esto, mientras trabajaba en un proyecto fotográfico. 

 
Todavía estaba oscuro afuera. Intentaba hacer silencio, para camuflarme con la naturaleza, pero cada paso que daba sobre las hojas caídas sonaba como si estuviera caminando sobre un pasto de papitas Lays. No tenía los zapatos adecuados para esto y lo sabía. Tuve un presentimiento al salir de la casa de que me iba a dar frío, pero haber crecido en una isla caribeña no te hace una experta en moda para salir a cazar ciervos. Nunca había visto un ciervo antes y las probabilidades eran altas de que el primero que iba a ver sería uno muerto. Pero mis ruidosos intentos por encontrar el mejor ángulo para fotografiar no aumentaban la posibilidad de que hasta el animal más distraído se acercara a nosotros.

Era otoño. Me había mudado al  medio oeste de los Estados Unidos tres meses atrás para empezar una maestría en fotoperiodismo. Todavía cuestionaba mi decisión de mudarme al medio de la nada y esa mañana a las 5 me sentía más en el medio de la nada que nunca. Había venido con un sujeto al monte para un proyecto fotográfico. Era la primera semana de la temporada de ciervos y él estaba de caza con sus dos hijos. Johnny tenía la edad de mi papá, un hombre bondadoso de casi 60 años, pero su pelo completamente blanco, su piel casi rosada y sus movimientos lentos, lo hacían ver mayor. Su voz era suave y baja, hasta más baja que la mía. Podíamos estar en silencio uno al lado del otro por horas y a ninguno de los dos nos hubiera importado. Estar a su lado se sentía cómodo, familiar. El clima era lo único que se sentía incómodo esa mañana.

Pensé en República Dominicana. Estaba segura que en casa estaba caliente, aunque fuera noviembre, y que la gente allí seguía igual de calurosa como siempre. Mientras, Missouri se volvía cada día más frío y el carácter de los gringos por igual. Desde el primer día, cuando te introducen a una persona, el primer saludo marca la distancia: un par de manos se unen mientras dos largos brazos se aseguran de mantener a los nuevos conocidos suficientemente apartados. Ya empezaba a  anhelar más contacto físico. Ese micro-segundo cuando dos palmas se tocan no son lo suficientemente largos ni para que los gérmenes salten de una mano a la otra, y mucho menos para satisfacer mi necesidad de contacto humano. Un beso en la mejilla, como los dominicanos hacen, sería mucho pedir para un gringo; pero un abrazo me sonaba razonable. Intenté ese acercamiento con algunos de mis amigos estadounidenses. En lo que mis brazos iban por encima de sus hombros, sus manos se mantenían duras sobre sus caderas, mientras sus caras revelaban que se sentían confundidos, o peor aún: atrapados.

Unas semanas antes me había apuntado en clases gratuitas en la universidad para aprender a bailar blues. No era nada como la salsa con la que estaba familiarizada, pero me permitía hacer contacto con otras personas, hasta más de lo que estaba acostumbrada a tener. La clase se volvió mi excusa secreta para tocar gente.

“Bailar, al contrario del sexo, es mejor con el mayor número de parejas posible,” gritó el instructor. “Mujeres, roten en dirección del reloj.”

Estábamos organizados en un círculo, dos docenas de nosotros. La rutina era casi siempre la misma: introdúcete, permite que tu compañero de baile te agarre lo más cerca que cualquier extraño te ha tenido antes, baila por un minuto, agradece a tu camarada por un tiempo encantador, y sigue tu camino hacia el próximo par de manos. Es lo que speed dating sería si cambiamos las conversaciones por lenguaje corporal. Luego de dar la vuelta al círculo varias veces cada semana, empiezas a notar rasgos específicos: el Tipo #3 tiene las manos más suaves; el Tipo #5 siempre huele a habichuelas; el Tipo #9 respira intensamente en mi oído y me doy cuenta de que se quiere acostar comigo; el Tipo #11 toma el mando agresivamente y no tiene paciencia para errores; el Tipo #12 es nuevo y el detergente que usa para sus camisas huele a fresco; el Tipo #8 tiene una sonrisa bonita y una novia en el otro lado del salón. Lo que parecería un roce íntimo en verdad es una pincelada superficial con alguien cuyo nombre se te olvidará antes de la próxima clase. Luego de varias semanas, esos momentos sumaban horas de contacto insignificante que me dejaban igual de vacía. Lo que me hacía falta no era el toque de un extraño, sino tener a alguien a quien yo le importara.

Escuché a Johnny susurrarme desde el otro lado del tronco en el que estábamos los dos apoyados. Teníamos rato sin hablarnos. Cuando encontré un buen ángulo para mis fotos hundí mis pies en el último lugar donde pisé y me quedé ahí. Así pude permanecer en silencio y el único sonido que venía de mí era el esporádico golpe del obturador de mi cámara. Johnny me hizo señas de que caminara con él hacia donde sus hijos tenían sus puestos de caza. Nosotros no llegamos a ver ningún ciervo pero quizás sus hijos habían tenido más suerte.

Johnny llevaba un mono de camuflaje que se había puesto encima de su ropa normal para volverse invisible para su presa, pero con un chaleco naranja brillante encima para hacerse visible a los otros cazadores del área. “Intentamos estar seguros, de no dispararnos a nosotros mismos,” explicó.

Yo debí ponerme más capas, pensé. Mis dos capas de camisetas y el abrigo grande no eran lo suficientemente calientes para mí. Y los zapatos, esos a prueba de agua, desgastados y de color negro ya desteñido, que solía usar en RD cuando iba a fotografiar en lodo, no estaban ayudando a mantenerme caliente tampoco. Seca sí; caliente, ni cerca. Me estaba dando frío y en lo único que podía pensar era en la donut calientita acabadita de hacer que habíamos recogido a las 4:30 a.m. de camino al bosque. Todavía estaba en la camioneta esperando que me la comiera cuando termináramos, pero esa donut, al igual que yo, probablemente ya estaba fría.

“No puedo sentir mis pies!” dije mientras caminábamos. Me reí de mí misma, esperando no hacer un espectáculo al respecto, pero la verdad era que tenía mucho dolor. “Los dedos se me pegaron y no los puedo mover!” le dije a Johnny.

“Ven, te traje algo porque supuse que te iba a dar frío,” me dijo. Entró su mano en su bolsillo izquierdo y sacó algo con forma parecida a los sachets en las gavetas de mi abuela. Lo sacudió. Pensé que quizás iba a dejar salir un olor familiar y me quedé mirando la bolsita en su mano, esperando que algo pasara. Paramos de caminar. “Siéntate aquí,” me dijo luego de pasar su mano y barrer un poco la tierra sobre un tronco caído, “y agarra esto.” Me pasó la bolsita, que tenía las palabras HotHands  escritas en letras brillantes. “La bolsa se va a ir poniendo caliente y te calentará a ti. Sólo agárrala.” Un genio se debió haber inventado esto. Jugué un poco con ella.
 

“La puedo poner dentro de mis zapatos?” me pregunté en voz alta.

“Sí, pero ven, quítatelos, yo te caliento, será más rápido así,” me aseguró.

Antes de que pudiera decir nada más, se arrodilló frente a mí, colocando una rodilla en el piso húmedo en pose humilde, como de limpiabotas que se sienta debajo y a veces tiene miedo de subir la mirada hacia su cliente. Intenté hacer contacto visual, pero él estaba concentrado y entonces me dediqué a observar sus movimientos lentos. Johnny se quitó los guantes y colocó mi pie derecho entre sus manos. Sus palmas estaban tan calientes como la de cualquier persona normal en un día de verano. Sostuvo mi pie por un tiempo, ocasionalmente frotándolos para producir más calor. Hizo lo mismo con mi pie izquierdo. Lo miraba en silencio. El único sonido que se escuchaba era la brisa tocando las pocas hojas que quedaban en los árboles, los píos de criaturas desconocidas en el bosque, y la fricción de las manos de Johnny contra mis medias de lana. Me tocó.


jueves, 21 de febrero de 2013

VOLVIÓ LA RUBIA

- Dime, qué e lo quiere?
- Nada, gracias.
- Coge una paleta mami, pa ir chupando.

Después de años sin subirme en una voladora, estaba en una de camino a hacer fotos en San Juan. Un vendedor de dulces y casabe insistía en que le comprara algo antes de que la guagua saliera.

Llegué a la parada de Pintura temprano, faltando cinco para las 7. El pitcher me dijo que a las 7 salíamos. Cuando me subí habían sólo 5 personas más; parecía que iba a ser un viaje cómodo. Lo que se me olvidaba es que estas guaguas no tienen un horario real y hasta que no se llenan no salen. Así que lo que empezó como un asiento con mucho espacio en mis pies para mi mochila, media hora más tarde terminó siendo cuatro personas en sillas para 3, con el bulto de mi vecino casi encima mío y mi mochila mandada para la ventana delantera. Por lo menos cada vez que el chofer cogía una curva y mi mochila se rodaba, el chofer y el pasajero al lado suyo la agarraban para que no se deslizara hasta el piso. Y así mi cámara se mantuvo viva durante todo el viaje. Pero había otra cosa que no sé si llegó viva hasta la última parada.

Alguien pagó dos pasajes para usarlo en maletas. Las dos sillas se aprovecharon al máximo, y poco a poco el pitcher las empiló hasta el techo con latas, sacos, maletas, una mesa y una ponchera. La ponchera era blanca y dentro tenía una funda de basura negra, pequeña, como del largo de mi antebrazo. El pitcher puso la ponchera en un hueco donde no se aplastara. Yo estaba sentada al frente, casi al lado de esos bultos. En lo que se llenaba la guagua, miraba hacia atrás y veía que, siendo la última parada de la guaga cerca de la frontera, casi todos los pasajeros eran haitianos. En una de las veces que me giré, la funda negra se estaba moviendo sola. Había algo vivo adentro. Se me habrá notado la sorpresa en la cara porque dos haitianos me miraron con complicidad y se rieron. Ellos sabían lo que había adentro de la funda. Yo supuse que era una gallina o un gallo de pelea medio muerto, un animal que alguien se comería más adelante.

La guagua seguía. El tipo al lado mío me quería convencer de que le diera mi teléfono diciéndome "Pero y si tu novio te pierde? Tú necesita a alguien por si acaso." En otras palabras, un novio "back-up," lo cual sonaba mejor que el imaginario que me inventé para no darle mi número en un principio.

En un momento se oyó un maullido que salía entre la pila de bultos. La funda negra se movía y ahora maullaba. No era una gallina, no. Pero, sería un gato? Quién metería un gato vivo dentro de una funda plástica?  Mi curiosidad aumentaba. Los haitianos todavía me miraban y se reían.

A un lado de la carretera la guagua recogió un niño de 13 años, Aneudie, que nos iba a hacer un performance a cambio de dinero. "Cántale algo a la rubia," dijo el pitcher.  Ah, la rubia. Hacía mucho que nadie me decía así. "Esta canción va dedicada a ella de parte del chofer," dijo Aneudie cuando me empezó a cantar una bachata. Luego de otra canción y de recoger su propina, la guagua lo dejó en la misma carretera, ahora un poco más alante, en busca de nuevos clientes.

Me seguía girando a analizar la bolsa misteriosa, hasta que al fin pude ver un poquito más. De repente una patita salió por un huequito cerca del nudo de la funda. No era la pata de un ave, ni  de un mamífero: era reptil. La patita se estiraba hacia afuera muy lentamente, como la mano ciega de un muerto saliendo de una tumba en una película de terror. Nada más se podía ver, sólo aquella pequeña patita con uñas que parecía la mano de un mini monstruo, con la particularidad de que su movimiento lento y perdido parecía más bien un grito de ayuda que una amenaza. Mientras, yo todavía seguía sin entender qué animal era. Más pasajeros subían y otros bajaban, y la ponchera con la funda seguía ahí al lado de la puerta. Uno que otro pasajero nuevo apoyaba su mano en ella y me imaginaba al "monstruo" mordiéndola.  Finalmente le pregunté al pitcher, "Qué e lo que hay ahí adentro?" La respuesta: una jicotea.

(Foto hecha con celular. Perdón, no tengo iPhone, esto es lo mejor que mi camarita puede hacer. Miren las uñitas en la esquina inferior izquierda.)