lunes, 26 de julio de 2010

NIEVE

Anoche en la cinemateca vi una película francesa, "París". En una escena el actor aparece en su balcón parisino mientras se ve la nieve caer por toda la ciudad. Nieve. Nunca he visto la nieve caer, pero una vez sí vi la nieve.

Cuando tenía 23 años estuve estudiando y viviendo en Milán. Habiendo vivido toda mi vida en el Caribe, nunca había visto la nieve y me hacía mucha ilusión verla. Llegué en otoño y, juzgando por los comentarios de todo el mundo (milaneses y extranjeros), suponía que en invierno, al igual que en años anteriores, la ciudad iba a ser una cosa fría y con varios centímetros de nieve de vez en cuando. No fue el caso, y un día de diciembre el titular de uno de los periódicos ponía "El Invierno más Cálido de los Ultimos 200 años." Sí, ese fue el año que me tocó estar allá. No obstante, en varias ocasiones el mismo periódico llegó a pronosticar nieve.

"El jueves va a nevar," me decían mis amigos una semana de enero. El martes me reuní con un fotógrafo en su estudio, que estaba a una hora en autobús desde mi casa. Cuando al fin llegué me preguntó el socio del fotógrafo, "¿Viste que nevó?" "Noooo..." Me la perdí. Eso fue lo que pensé, pero en verdad no me había perdido de nada. Lo que había ocurrido era exactamente lo que yo había visto a través del cristal del autobús, algo a lo cual, de donde yo vengo, le llaman "jarineo" y no "nieve". El jueves antes de dormirme, vi que el "jarineo" estaba un chin chin más espeso. Todos mis amigos estaban al tanto de que todavía no había visto nieve, y se habían pasado todo el día llamándome por teléfono emocionados para decirme que YA iba a nevar. Uno me pintó la imagen de que quizás a la mañana siguiente me iba a despertar y encontrar todo blanco... ¡pa' qué fue eso! No pude dormir, tenía una emoción solamente comparable a la de quien espera por Santa Claus. Me levanté al día siguiente sólo para asomarme por la ventana y encontrar el piso seco y el cielo azul completamente despejado. Yo que me había soñado que el patio de mi edificio estaba todooo blanco, que un lobo había saltado de la nieve hasta mi ventana... y que me había comido un sancocho (Es en serio. Creo que mi cerebro hizo una relación lluvia:sancocho::nieve:sancocho)

El primer fin de semana de febrero fui al pueblo de Fagagna, en la región del Friuli, a la boda de una hija de Enzo, el ex-esposo de mi abuela. Fagagna es más frío que Milán y, aunque allí tampoco había nieve en ese momento, Enzo prometió llevarme a verla en una montaña cercana, un día antes de la boda. Y así cogimos rumbo un viernes por la mañana, Enzo, una de sus hijas y yo, hacia el Monte Lussari. Enzo sabía que era la primera vez que la veía, pero como que no entendía la magnitud del hecho. En la carretera de camino no había nieve cerca, pero de repente empezó en la radio del carro una canción de Andrea Bocelli, y al doblar una curva, como en cámara lenta, apareció, justo a la derecha del carro. Para mí ya se había cumplido el cometido, habíamos llegado hasta la nieve. Me quería bajar del carro y tocarla. Estaba ahí mismito, y la ópera sonando de fondo, no podía ser más perfecto el momento. Pero todavía no me tocaba ponerle la mano. Me tuve que contener, tanto las lágrimas como las manos para no halar la palanquita de la puerta y de repente salirme del carro.

Todo era tan nuevo, pero a la vez tan conocido. Era una réplica a tamaño real de un nacimiento de los que se colocan debajo del árbol de Navidad (de plástico) en Santo Domingo, aunque en verdad la réplica sería la que yo había visto toda mi vida hasta ese momento. Los pinos eran reales y cubiertos de nieve de verdad y no simplemente pintados de blanco con pintura en spray. Las casas tenían los techos completamente cubiertos y no de algodón colocado con una pistola caliente. Pasaron 15 minutos más de carretera (ay, la ansiedad) hasta llegar a la falda del Monte Lussari. Enzo quería llevarme al tope de la montaña, donde el paisaje era todo lo espectacular que podía ser, pero en verdad en el parqueo ya había nieve de por sí, y yo sólo quería tocarla, sentirla de una vez por todas. Aparcó y dijo, "Yo creo que aquí no es que se coge el teleférico hasta el tope, parece que lo cambiaron de sitio. Espérenme aquí en el carro en lo que yo averiguo, así no pasan frío". ¿CÓMO QUE LO ESPERARA EN EL CARRO? "¡Nooo! ¡Yo me bajo contigo! ¡No me importa el frío!" Fue sólo un minuto, bajé, me agaché, toqué el yun yun y volvimos al carro para coger el teleférico por otro lado.

Subir fue impresionante. La montaña repleta de nieve blanquita blanquita y la gente esquiando por ahí. En este monte se unen Italia, Austria y Eslovenia y la señal de mi celular cambiaba de región dependiendo de dónde yo me parara. Estaba feliz. Hundía los pies en la nieve que me llegaba hasta las rodillas. Luego me la comí (como un yun yun pero sin el sirop de frambuesa), me acosté, hice el famoso angelito... Durante todo esto Enzo me tiraba fotos y dos esquiadores observaban perplejos hasta entablar una conversación con él. Yo no estaba muy pendiente a lo que se decían, estaba perdida en mi nieve, pero en un momento sí escuché que Enzo les dijo (como justificando), "es caribeña..."

lunes, 19 de julio de 2010

CUQUI


A veces, cuando una vive sola, inconscientemente busca maneras de sentirse acompañada. El año pasado me mudé unas semanas en un apartamento de la zona colonial. Una amiga, la verdadera inquilina del apartamento, me lo dejó mientras ella estaba de viaje, y aproveché para hacer unas fotos que tenía que tomar por el área.

La zona colonial tiene su encanto. Al contrario del resto de Santo Domingo, se puede ir caminando a todas partes y es más o menos seguro. También es muy seguro que te encuentres con varias cucarachas por el camino... o en tu casa.

La primera vez que la vi, fue en el baño de mi apartamento temporal. Era de noche. Iba lista para bañarme y cuando encendí la luz ahí estaba, frente al inodoro. Ahora que lo pienso, por lo general esos primeros segundos cuando nos descubrimos uno al otro, animal y humano, trascurren inmóviles; cada cual sorprendido por la presencia inesperada del otro, y el humano casi siempre con más miedo que el animal. Algún animal pensará, "ay, me agarraron" o sino se preguntará "¿quién es ésta?" Mi cucaracha tenía más bien la segunda actitud. Actuaba como la dueña del lugar. Mientras yo me iba deslizando mi chancleta fuera del pie y alzando el brazo, ella simplemente caminó sin prisa hacia detrás del inodoro y se desapareció. Por esa actitud tan confiada de su parte, y también un poco por mi sentimiento de soledad en ese edificio, desde esa noche la consideré una amiga, mi compañera de aparatamento, llamada Cuqui.

Dos días más tarde la volví a ver, esta vez en la cocina. Me hizo mucha ilusión verla, hasta falta me hacía. La saludé efusivamente... y luego la maté. Me dio pena, pero lo hice. Dos días después resucitó cerca del armario, pero la nueva Cuqui sufrió el mismo triste destino que la anterior.

A la semana, luego de una noche de bares, regresé a mi casa a la 1 A.M. Abrí la puerta de la habitación y encontré a Cuqui esperándome, ARRIBA DE MI CAMA, verdaderamente actuando como la dueña oficial del apartamento. No sé por qué la gente por lo general piensa que arriba de la cama uno está seguro y que los insectos y demás sólo caminan por el piso. Yo era una de esas personas. Solía caminar cuidadosamente por el apartamento atenta a cada pisada hasta llegar a la cama, donde me tiraba y ahí comenzaba a moverme con naturalidad en lo que el pulso me regresaba a su ritmo habitual. Pero ahora ni siquiera la cama era un lugar seguro, y no podía irme a dormir así. Una vez más, deslicé mi chancleta fuera mi pie derecho, manteniendo en todo momento el contacto visual con Cuqui, cambiando la mirada miedosa por una desafiante. Debatí un segundo si debía aplastarla directamente sobre la cama y ensuciar las sábanas con todo el juguito que podía salir de adentro de ella, o si simplemente sacudirla hacia el piso y luego seguirla. Me decidí por la primera opción para resolver rápidamente el tema, pero se me escapó. Era la 1:02. A la 1:45 yo todavía seguía parada en la misma posición: cerca de la puerta, balanceada sobre el pie izquierdo todavía calzado, el pie derecho elevado a la altura de la rodilla, izquierda y el brazo derecho elevado con la chancleta derecha en la mano, como una Estatua de la Libertad. Cuqui no apareció. Desistí y subí a la cama obligándome a pensar que no pasaba nada. "Tatiana, si hubieras regresado a casa cinco minutos más tarde ni te hubieras enterado que ella había pasado por aquí y todo estaría bien." Pero la realidad era otra. Yo SI la había visto y ahora no hacía más que pensar en ella, específicamente en ella caminándome por encima de mi cara, acariciando mi oreja. De tanto pensar así, la empecé a "sentir". Cada hebra de mi pelo que volaba con la brisa del abanico y me rozaba la piel, era como una patita de cucaracha caminando sobre mí. La imagen era la siguiente: yo acostada boca arriba y completamente arropada (aunque me moría de calor), tiesa y con ojos sospechosos que lo miraban todo; la luz aún encendida. Mi histeria terminó por el calor que sentía después de haber pasado tanto tiempo debajo del bombillo amarillo, como una empanada en una cafetería que la habían freído por la mañana y todavía en la noche seguía bajo la luz de la vitrina. Ya era hora de apagar e irme a dormir.

Pocos días después mi amiga regresó de su viaje y a Cuqui no la volví a ver. Cuando mi amiga se volvió a ir por trabajo, tres meses más tarde, y yo regresé a vivir allí para seguir con las fotos, cada vez que entraba a la casa iba haciendo un repaso mental. Por alguna razón cuando uno encuentra una cucaracha en un sitio, automáticamente considera ese lugar como un punto en potencia donde siempre podría aparecer otra, en la exacta coordenada donde casualmente la agarraste la primera vez. Así que en mi caso la lista que iba revisando mental y visualmente era algo como esta:

- frente al inodoro
- al lado del jabón en el lavamanos
- atrás de la cortina de baño
- en el pasillo de la cocina
- atrás de las cucharas
- atrás del gavetero
y, finalmente,
- al lado de mi almohada

lunes, 12 de julio de 2010

EL 9 Y PINTURA

Para una persona que no sabe mucho de paradas de guagua, "el 9" y "Pintura" son "un número" y "una lata". Hace uno años, tenía que ir a recoger a un amigo al aeropuerto de Herrera (el viejo). Yo estaba en Acrópolis con unos amigos antes de salir, y uno me explicó cómo llegar. No sonaba tan difícil. Me habló algo de meterme a la derecha y pasarle por arriba a un puente y por abajo a un elevado. Tomé la Kennedy y le di para allá. Y seguí y seguí, pero nunca vi el elevado ni el puente. Al raaaaato, por el Hiper Olé de los Alcarrizos, vi que había que doblar por la derecha y después pasarle por abajo a una cosa, pero me paré a preguntar antes porque estaba casi segura de que por ahí no era.


- ¿Cómo yo llego al Aeropuerto de Herrera?

- ¡Tú te pasate hace rato! Tu tiene que devolvete ahí y llegá hata el 9.


El 9. Ese número. Lo había oído mencionar tantas veces pero en verdad no sabía dónde era. Me dieron ganas de preguntarle al hombre "¿Pero hay un 9 gigante como en el Mirador?"

- Amigo, y ¿cómo yo sé cuál e el 9?

- Hay mucha guagua ahí parada, tú va a ve...


Mucha guagua ahí parada... Me encanta cuando la gente te da direcciones con objetos que no son fijos. Una vez una amiga me explicó cómo llegar a su casa diciéndome: "Dónde tú veas muchos motoristas parados doblas a la izquierda, y donde hayan unos niños jugando volibol doblas a la derecha." "¿Esa gente siempre están ahí? ¿No se mueven?" Efectivamente, así mismito estaban.


Años mas tarde fui a casa de una pareja que vive por Pintura. Tenía que reunirme con ellos para un proyecto de unas fotos. Nos hablamos

por teléfono y quedamos en juntarnos en el Codetel de Pintura. Ya había tomado más guaguas que hace unos años atrás, y sé que he pasado por Pintura muchas veces... pero andar por ahí manejando yo... eso era otro tema. Salí más temprano de la cuenta porque estaba segura de que me iba a perder. Segurísima. Llegué a Pintura, eso sí entendí que lo hice, pero Codetel no lo vi, y el carril en el que yo estaba me sacó hacia la derecha y terminé por un camino que no pintaba ser el correcto. Me paré a preguntarle a un policía cómo hacía para devolverme:


- Bueeeeno... vete de riversa, porque má pa'lante tú no te puede devolver.


La simple idea de hacer eso en esa calle era imposible, había un montón de carros.


- ¿Cómo que no me puedo devolver?

y nos interrumpió un amigo del policía:

- Sí, ella se puede devolver. Tú llega hata el peaje y te devuelve.


¿PEAJE? Cuando oyes la palabra "peaje" ya sabes que metiste la pata de mala manera. No quedaba de otra. Me pude devolver sin pagar los $30, y justo cuando estaba dando la vuelta en U empezó a llover para complicar el asunto. Cada vez que estoy perdida le cae agua a mi

carro. Par de semanas antes estaba perdida frente a INTEC dándole vueltas y vueltas a la rotonda, con un amigo en el teléfono explicándome la dirección una y otra vez.


- En la segunda esquina vas a ver la casa amarilla.

... pero una rotonda no tiene esquinas...

- O sea, ¿en la segunda salida? ¡Pero ahí lo que hay es una plaza gris!


El no me entendía a mí ni yo a él, y en lo que yo me desesperaba él se reía de mí, y justo cuando le colgué el teléfono con rabia, un camión

que venía en el carril de al lado, pisó un charco y me bañó el carro. Esa fue la ultima gota que me derramó el vaso ese día, pero hoy todavía no soporto manejar por Santo Domingo.

lunes, 5 de julio de 2010

YO TOCO LA GUIRA

Ayer estaba camino a un concierto y hablando con una persona que acababa de conocer. Un amigo mío le había dicho que yo tocaba la güira. Al preguntarme cómo había incurrido en eso, le empecé a contar:

El primero de enero del 2009 hice mi lista de cinco propósitos para el año. Habían metas pequeñas como la #5: Comprarme un carro; y otras más grandes e importantes como la meta #3: Tocar la güira. El 2 de enero comencé a hacer las diligencias para cumplir ambas, así que lo primero fue pararme en el Mercado Modelo para comprar mi güira. Lo segundo fue pasear por varias casas de carros para ver las opciones del mercado. La vendedora del Mazda2 me trataba de convencer muy entusiasmada: "Este carro trae conexión para iPod" a lo que yo le respondí riendo "¡Yo no tengo iPod!" y luego en un tono más bajo le agregué, "Yo tengo una güira..." Andaba con mi mamá, y cuando nos enseñaron el baúl, el cual era bastante pequeño, entonces me dijo, “Pero en ese baúl no te cabe todo tu equipo de música.” “Jaja, Mamá, ¿de música?” (Una güira y tres Chican) “Ay perdón, digo, de fotografía.” Qué bueno saber que mi madre me apoya en todo tipo de carrera artística que me proponga perseguir. 

Esa misma noche era la boda de un amigo mío con una colombiana. De Colombia llegaron 50 invitados. Por eso, a las 11 pm entró un grupo de música y baile típico y empezaron a repartir sombreros de paja, maraquitas y...güiritas. A mí me tocó una maraca, pero desde que vi una güirita abandonada en una mesa me adueñé de ella y empecé a ensayar. Desde un extremo del salón fijé mi mirada sobre el escenario, analizando atentamente la mano del güirero de la orquesta y tratando de mover mi brazo simultáneamente al ritmo del de él. Pa'rriba, pa'bajo, pa'rriba... No sé si eran las cinco copas de champaña que tenía encima, pero yo creo que lo hice muy bien. No había quién me separara de mi güira. Mis amigos me sacaban a bailar y yo les respondía, "No puedo, no puedo soltar la güira," y seguía tocando. A la hora de atrapar el ramo tampoco la solté. Me paré en el medio del grupo de mujeres con mi güira en la mano izquierda y la mano derecha libre, y con esa sola mano ¡lo atrapé! Nunca he sido fan de ese tipo de cosas, pero con la güira, y ahora el ramo (y las cinco copas de champaña) me preguntaba a mí misma, ¿Me traerá amor el 2009? Después de la tradicional foto con la novia y el ramo me puse a esperar que la novia se sentara en la silla para que le quitaran la liga y la atrapara un galán colombiano, pero el grupo se disipó. "¿Qué pasó?" pregunté. "No hay liga." Pero... ¿y mi futuro esposo quién iba a ser? Me quedé parada en una esquina. Solita con mi güira. Mi güira y yo. Platero y Yo. Esa noche bauticé como "Platero" a mi güirita que todavía no tenía nombre y que hoy, un año y medio más tarde, todavía me acompaña.