En abril de 2013, tenía una beca Fulbright (del
gobierno de EEUU) y estaba terminando mi maestría en Missouri. La Fulbright
organizó un evento para las estudiantes de término: un seminario en Boston
donde se reunirían más de 100 mujeres de más de 70 países, durante 4 días en
Simmons College.
Meses atrás ya me habían
enviado la información del viaje. Yo iba a volar miércoles. El lunes, dos
bombas mataron a tres personas e hirieron más de 175 en un maratón. El martes
nos aseguraron que el seminario seguía en pie: “There are currently no changes to
the agenda and we encourage all of you to attend this special event for
Fulbright women.” Así lo pintaban. Las actividades no iban a tener lugar cerca
de downtown Boston, pero “eviten
andar por ahí en su tiempo libre, ya que es una escena de crimen activa.” Nada
grave. Y si un programa de becas
del mismo gobierno americano se hace responsable de traer a más de cien personas
a una “escena de crimen” que dicen que ya es segura, pues uno le cree porque si
nos llega a pasar algo ellos quedarían muy mal, no?
Todo parecía tranquilo al llegar.
Nos enfocamos en conocernos y en seguir el programa, intentando hacer una vida
normal. El jueves por la noche salimos un grupito a un bar. Una de las mujeres
era estudiante en Boston y se conocía los lugares bien. Fuimos a downtown (Dónde fue que nos dijeron que
no fuéramos?) Habían algunas calles cerradas, por la policía y por las flores,
pero en los alrededores había movimiento nocturno. Terminamos en un bar en el
piso no sé qué, con vista panorámica de la ciudad. No duramos mucho allí; era
un poco caro para nuestro presupuesto de estudiante. Una mesa para más de una
docena de mujeres nos iba a costar mucho, pero quedarnos paradas en la barra
con un trago (uno solo, que rindiera toda la noche) conversando no era un
problema. Uno de los televisores sobre la barra mostraba un juego de deportes y
el otro las noticias. No se escuchaba nada, pero en un momento el texto que se deslizaba por debajo de “Breaking News” decía que habían matado a un policía del
campus del Instituto Tecnológico de
Massachusetts (MIT). Un hecho ajeno a las bombas, pero aún así no dejaba de
sorprender la violencia que había atacado la ciudad esa misma semana. Nos
fuimos temprano de regreso al hotel. A las 8 de la mañana siguiente teníamos
que estar en el lobby listas para salir en grupo a otra actividad.
Pero el policía asesinado esa noche no era un caso
aislado a las bombas. Los dos sospechosos del atentado en el maratón lo
atacaron e iniciaron su huída en un carro robado. Mi compañera de habitación y
yo nos enteraríamos de esto en la mañana mientras caminábamos, aún medio
dormidas, hacia el ascensor.
-
“Por
qué presionas 1 si quedamos en reunirnos en L?” le pregunté a una estudiante
que no había salido con nosotras la noche anterior.
-
“Quedamos
en reunirnos en 1, en la cafetería” me respondió.
-
“No,
ayer dijeron...” le empecé a responder hasta que me interrumpió.
-
“No se
enteraron?”
-
“Qué
cosa?”
-
“Anoche
mataron a un oficial. Eran los mismos de la bomba. La policía empezó a
perseguir a los sospechosos. Uno de los hermanos murió de un disparo y el otro
se escapó. Lo están buscando. No vamos a salir hoy a ningún sitio, hay toque de
queda. Nos vamos a reunir en la cafetería ahora.”
El oficial Mike no era
para nada intimidante. No daba la sensación de que te podía defender, pero sí
de que en él podías confiar. Su cara de buena gente no se la despintaba nadie.
Pero por eso mismo no te daban ganas de seguir órdenes por obedecerlo, sino más
bien por complacerlo. El gran oficial Mike: una aguja macho en un pajar de
mujeres.
Un
detalle interesante: nuestro hotel estaba ubicado en la zona de hospitales,
cerquita del Beth
Israel Deaconess Medical Center, donde las víctimas del maratón y el hermano
herido fueron llevados a ser tratados. Policías
y periodistas no faltaban en el área.
Al medio día el salón se llenó de
mesas y sillas para almorzar. Ya estábamos un poco aburridas, encerradas tantas
horas. Unas trabajaban tareas en sus computadoras en algún rincón. Otras
intentaban encontrar algún otro tema más de conversación. No queríamos seguir
viendo las noticias, resultaba más estresante. Apagamos el proyector.
Fui al buffet a armar mi sándwich y
me llevé el plato a una mesa al lado del ventanal que daba hacia la calle. Al
menos allí me sentía un poco más... afuera. Al cabo de dos minutos una de las
organizadoras se me acercó para pedirme que mejor me sentara lejos de la ventana, por razones de seguridad. Me parecía un poco
exagerado, si allí no me iba a pasar nada. La búsqueda policial era en un suburbio
lejos de donde estábamos. Pero no me estaba dando la opción. Lejos de la
ventana entonces. Cinco minutos más tarde las instrucciones fueron otras:
“Todas fuera del salón. A la cafetería.” El salón daba hacia la calle; la
cafetería, por el contrario, no tenía ni ventanas. Era un espacio en el mismo
centro del hotel, rodeado por otras paredes y salones. “No pasa nada,” nos
repetían, aunque era obvio que sí.
Al terminar de comer, cruzando un
mar de murmullos, subí a mi habitación. Por la ventana de al lado del ascensor
podía ver un carro de la policía aparcado en la misma entrada del hotel, y un
SWAT team caminando por la acera. Los empleados del hospital del frente miraban
curiosamente hacia abajo desde sus ventanas. Y me iban a decir que no pasaba nada?
Resulta que un muchacho pasó
caminando por el hotel y se le cayó una bolsa sin darse cuenta. Alguien reportó
el paquete misterioso y solitario dejado en la calle y se apareció todo un
equipo para investigar. Por suerte la histeria duró poco y pudimos regresar a
la “normalidad.” Yo aproveché para durar un rato en la habitación, en silencio.
Después de par de días en medio de cien mujeres, silencio era algo que hace
tiempo no experimentaba.
Mientras tanto, en el salón, empezaron
a programar un evento para esa noche, algo que se pudiera hacer en interior (o
sea, en el mismísimo salón). Planearon algo a lo que titularon “talent show” que era
más bien una oportunidad para que cada mujer se parara en frente al grupo unos
minutos a presentar un elemento cultural de su país. Una chica de Uzbekistán hizo
un baile sensual, otra de Tailandia nos enseñó artes marciales, y unas
argentinas explicaron a las no-hispanoparlantes las diferencias entre el casteshano de su país y el del resto de Latinoamérica.
Creo que ya empezábamos a sentirnos más relajadas después de la tensión del
día.
Fue
entonces cuando a las 9pm el oficial Mike nos interrumpió la fiesta: tenía
buenas noticias. El sospechoso había sido atrapado y el toque de queda había
llegado a su fin. La pesadilla se había
terminado (para algunos). Se sentía como un triunfo (para todos).
Entre
aplausos, las mujeres halaron al gran oficial Mike hacia el frente del salón y
lo obligaron a participar del talent show. Siendo él estadounidense, la manifestación
cultural que le tocaba era cantar en karaoke una canción gringa: American Pie de Don McLean. El accedió. A la mitad lo escuché decir, “Se me había olvidado que era tan
larga!” y seguía cantando. La canción dura 8 minutos y 40 segundos.
Pero comprometido, y con un coro de fondo de cien voces femeninas, llegó hasta el final.
They were singing, bye bye miss American pie...
Wow.
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